La eterna orgía de envidias y hambre dentro del Rock Colombiano.



(Este escrito fue publicado originalmente en El Substack de Szarruk)

Me encanta responder el odio con más odio todavía y a la ignorancia con desprecio. Toda la vida he peleado contra los espacios viciados del rock colombiano. He denunciado la podredumbre que se esconde detrás de escenarios que se venden como democráticos pero funcionan como feudos de poder mal disimulado. He hablado de cómo Rock al Parque se convirtió en una maquinaria con favoritismos, silencios incómodos y pactos de conveniencia; he señalado a curadores que no curan nada y a instituciones que en lugar de construir se dedican a perpetuar el mismo círculo cerrado de siempre. Y no lo digo desde el resentimiento, lo digo desde la experiencia, llevo décadas empujando puertas que estaban cerradas para la música independiente y creando espacios que antes no existían.

Hace unos días recibí una invitación para tocar en La Media Torta, un escenario que debería ser de todos y que, sin embargo, Idartes intenta apropiar como si fuera su finca privada. Bastó ese anuncio para que el circo comenzara. Los mismos que un día posaron felices con un premio Subterránica en la mano, que buscaron mi apoyo para sus bandas, que se beneficiaron de los espacios que he abierto a punta de trabajo y terquedad, hoy saltan como hienas a atacar. No se sonrojan al recordar que alguna vez me llamaron “amigo” cuando necesitaban difusión o una tarima, pero ahora, ante un logro que no pueden digerir, se desbocan a morder.

Esa es la radiografía del rock colombiano, un ecosistema plagado de músicos que tocan poco y hablan demasiado, de bandas que se sienten revolucionarias porque graban un demo y hacen un post en Facebook, de críticos improvisados que viven de destruir lo que otros construyen. El colombiano promedio dentro de la escena es especialista en corromper con la lengua lo que no puede alcanzar con talento. Mientras en otros países el éxito de un colega se celebra porque abre camino, aquí se envidia, se sabotea y se trata de minimizar. Y lo peor, se quejan cuando alguien se defiende, lloran, se pintan de víctimas para disfrazar la cobardía. Muerden, pero no toleran ser mordidos, dan asco.

La mediocridad ha convertido el rock nacional en un campo de batalla de egos baratos y hambre crónica. Hay más drama que música, más chisme que ensayo, más resentimiento que buenas canciones. Los espacios públicos, que deberían pertenecer a todos, se sienten secuestrados por curadores con agenda y músicos acomodados que aplauden solo cuando el beneficio es para ellos. En vez de construir una escena sólida, preferimos destruirla a punta de indirectas y ataques cobardes. Por eso el rock colombiano está donde está, en la irrelevancia, alimentando un ciclo infinito de frustración y auto-sabotaje.

Yo no le debo explicación a nadie por subir a un escenario público. Ese escenario es tanto mío como de cualquier otro músico que haya sudado años por mantener viva una cultura que el Estado y muchos colegas dejaron morir. Idartes pone su logo como si nos estuvieran haciendo un favor, pero no, es nuestro derecho ocupar esos espacios. Y si a alguien le duele verme ahí, que se aguante. Yo he trabajado para merecerlo y no voy a pedir permiso para celebrar un triunfo que costó años de resistencia.

Les dejo un mensaje claro a los que tengan el cerebro para entenderlo porque no son muchos, o rompemos esta cultura de envidia y saboteo o el rock colombiano seguirá siendo un ritual de autodestrucción. No hay medias tintas. No hay escena posible cuando cada avance se recibe con odio en lugar de con inspiración. Yo ya elegí mi camino, seguir trabajando, seguir construyendo, seguir ocupando cada escenario que pueda, guste o no guste, porque así se rompen los círculos cerrados. El que quiera unirse, que lo haga desde la creación, componiendo canciones, levantando espacios, generando industria real. El que solo quiera morder, que se prepare para que le muerdan de vuelta, porque ya no hay paciencia para el parásito que chupa del esfuerzo ajeno y después se disfraza de crítico, después lloran como bebes debajo de las naguas de sus mamás o sus abogados cuando enfrentan lo que se les viene encima, ya lo hemos visto mil veces.

Las luchas no son para quedarse en el intento, las luchas son para ganarlas. Cada festival que fundé, cada premio que levanté, cada espacio que abrí ha sido una batalla contra una estructura diseñada para mantenernos pequeños. Por eso hoy puedo decir con rabia y orgullo que voy a pisar un escenario público sin pedirle permiso a Idartes, que logré romper esa muralla invisible que durante años dijeron que era imposible atravesar si no te arrodillabas ante el aparato institucional. Lo hice a pulso, a punta de trabajo, terquedad y furia. Y ese logro no me lo regaló nadie, lo arranqué.

Porque los escenarios públicos no son propiedad de los burócratas que se adjudican la cultura como si fuera su finca. Son de nosotros, de quienes hacemos música, de quienes construimos escena, de quienes nos partimos el lomo para que el rock colombiano exista más allá de un logo estampado en un cartel oficial. Hoy me planto ahí sin pedir permiso porque me lo gané. Y si eso incomoda, que incomode, me lo pueden succionar si quieren. Si duele, que duela, me alegra en el alma. El mensaje es que sí se puede. Que el trabajo honesto, la resistencia y la persistencia derriban muros que parecían eternos.

A los que siguen creyendo que la estrategia es sabotear y envidiar, sepan que esa fórmula solo los condena a la irrelevancia, sigan buscando para notarse el único espacio que tienen que es el resentimiento, porque con música no pudieron. La verdadera victoria está en crear, proponer y conquistar espacios que nos dijeron prohibidos. Yo ya crucé esa línea y lo hice con rabia, con pasión y con la convicción de que no vine a pedir permiso. Vine a demostrar que el rock colombiano puede dejar de lamer sus propias heridas y empezar a ocupar el lugar que merece. El que quiera construir, bienvenido. El que quiera destruir, que sepa que aquí nadie se va a quedar callado y menos yo, me buscan, me encuentran... y eso está bien, pero asúmanlo.

Y por favor no se les olvide que a la mayoría de los que hoy destruyen, los tengo retratados en fotos y guardados en correos, sonriendo, abrazándome, pidiéndome ayuda, rogando un espacio o un contacto. Me encantaría publicar ese archivo entero solo para recordarles algo que parece que se les olvidó: humildad. Porque antes de morder la mano que lucha por los demás, conviene recordar cuántas veces la buscaron para subir un escalón.


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