Carta para nadie en especial

A veces pienso en quién soy y me pierdo en la contradicción de mi propia existencia. Tengo todo, y al mismo tiempo no tengo nada. Logro cosas que otros celebran, cosas enormes, pero mis bolsillos no conocen la abundancia; mi esfuerzo brilla para los demás, pero a mí apenas me alcanza. El mundo que habito me repele y me seduce a la vez: es un escenario brillante, lleno de luces y posibilidades, pero cada paso que doy parece marcado por una sombra que no puedo disipar. Quiero cambiarlo, reconstruirlo, desafiarlo, pero mi fuerza parece insuficiente ante su indiferencia.

Mi familia que tanto amo me mira como si yo fuera otro, alguien que alguna vez conocieron, pero que ahora les resulta extraño o ajeno. Sus sonrisas se han vuelto tibias, sus abrazos menos frecuentes y yo me pregunto si alguna vez volverán a reconocer al hombre que fui —o al hombre que todavía intento ser— en el reflejo de sus ojos. A veces, en medio de la multitud, rodeado de gente que me aplaude o me celebra, siento un vacío que se expande, un eco de soledad que nadie parece notar. Es curioso cómo se puede estar tan acompañado y sentirse completamente solo.

Mi cuerpo no coopera como quisiera. Enfermedades que se esconden detrás de cada movimiento, cada respiro, cada pensamiento. La mente, ese lugar que siempre fue mi refugio, se ha convertido en una trinchera de inquietud, de ansiedad y miedo. Hay días en que el cansancio físico se mezcla con el mental y me descubro preguntándome si hay un límite para todo esto, o si estoy condenado a luchar sin tregua hasta que mi cuerpo o mi alma digan basta.

He aprendido que el reconocimiento no llena los vacíos que importan. Puedes tener el aplauso de miles y la aprobación de muchos, pero si tu propio espejo te devuelve un desconocido, todo lo demás es un decorado hueco. Y aún así, sigo intentando. No por vanidad, ni por ego, ni por necesidad de demostrarme algo; intento porque no puedo resignarme a la mediocridad que veo en este mundo. Quiero cambiarlo, aunque a veces ese deseo se sienta como una llama pequeña contra un océano de indiferencia.

He perdido la certeza de tantas cosas: la certeza del afecto, de la salud, de la justicia, de la propia estabilidad. He ganado otras, quizá experiencia, resistencia, entendimiento de mi fragilidad y de la de quienes me rodean. Pero esas ganancias no calman las noches largas, cuando el silencio me envuelve y me recuerda lo profundamente humano que soy, lo profundamente solo que puedo sentirme, aun estando entre multitudes.

Y aquí estoy, escribiendo a nadie en particular, porque quizá nadie pueda entenderlo del todo. Pero escribirlo, ponerlo en palabras, me hace sentir un hilo de conexión con algo que trascienda la distancia entre mi mundo y el de los demás. Tal vez mañana será diferente, tal vez hoy sea el fondo, y tal vez mañana me sorprenda la luz en un lugar inesperado. Pero mientras tanto, sigo caminando con la contradicción pegada a la piel: un hombre que tiene todo y nada al mismo tiempo, que lucha contra sí mismo y contra un mundo que quiere transformar, y que se pregunta cada día si alguien notará la batalla que no se ve.

Si alguien alguna vez lee esto, espero que comprenda que no es una súplica, ni un lamento; es la verdad de un hombre que lucha con todas sus fuerzas, aunque el mundo no se lo reconozca, aunque la cercanía de los demás no le dé consuelo, aunque la salud le falle y la vida lo pese. Es la verdad de quien sigue adelante, aun cuando el horizonte parece distante y la noche demasiado larga.

Con todo lo que soy y no soy,

—un hombre en su contradicción.


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